Cuando el carpintero adquiere conciencia del objeto que crea, no sólo es porque logra advertir los usos y cualidades de lo que ha construido. Adquiere pleno conocimiento del sentido profundo de su oficio, cuando puede establecer un dialecto entre las madera, los utensilios, la materialización de la geometría y la funcionalidad de su invento.
Antes de mueble, el artesano tiene una aproximación determinante de las formas que va a tomar la materia prima que tiene entre sus manos. Detrás de una bella mesa de cedro o una silla de encino hay una poética que lo sustenta.
Carlos Montemayor en su libro “El oficio literario” afirma, a partir de una detallada revisión de la historia y la teoría literaria, que el escritor no sólo es un ser tocado por las musas, que su artefacto (el cuento, el poema, la novela) exige un hacer técnico, una perseverancia -a golpe de martillo- entre la materia y la idea. La madera del escritor es el lenguaje. Puede ser tan resplandeciente como el más fino sicomoro o tan áspera y llena de astillas como un leño abandonado a mitad de la carretera. Conocimiento, técnica y temple serán los elementos que hagan la diferencia.
La relación de Montemayor con el lenguaje tiene múltiples y destacadas formas. Es la de un erudito, que lo mismo traduce a Safo que a Pessoa, el intelectual que como miembro de la Real Academia de la Lengua destaca por precisión y conocimiento histórico de los idiomas. Estamos ante el estudioso que puede coordinar un diccionario de Náhuatl, traducir literatura del maya contemporáneo o presentarnos la poesía de los Goliardos. Pero su condición de políglota es todo lo opuesto al cúmulo infértil de saberes, por el contrario, su conocimiento de muchas lenguas hace de su trabajo un caminar por el pensamiento universal, para encontrar las afluentes -algunas veces inimaginables- entre culturas distantes, que él con su sabiduría las convierte en estuario.
Cuando Montemayor escribe poesía (lo hace no sólo en los poemas, sino en su ensayística y narrativa) es un delicado orfebre, coloca los adjetivos con finura, construye imágenes literarias evocadoras donde se puede flotar en su universo de metáforas.
Montemayor en su faceta de novelista de la guerrilla, articula un lenguaje en ocasiones frontal. La naturaleza del tema se lo exige y lo logra con solvencia. Pero también se da la oportunidad para que fluya la belleza en medio de atmósferas de violencia y represión.
Pero su profesión de filólogo le lleva a un nivel de lenguaje muy específico: el gnóstico. Ya desde “Las llaves de Urgell” explora que detrás de cada palabra no sólo hay una historia, sino un secreto que como tal debe ser apenas susurrado.
En este libro de cuentos, relatos como “De Caelo et inferno” o “Los pueblos Santos” nos adentra en la atmósfera de cómo en lo superficial de este mundo puede encontrarse la llave de marfil para entrar en otras dimensiones. Imaginería literaria o búsqueda esotérica, cada lector decidirá el camino a sortear. Lo cierto es que la sola posibilidad de que exista otra realidad en el trasluz de nuestra conciencia, es ante todo una posición frente al lenguaje/materia prima. En su poesía aparece esto con frecuencia, ya sea con los textos de “Abril y otros poemas” donde sus versos aparecen sugeridos desde el alfabeto hebreo, con esto el poema además de la lectura habitual sugiere entrar a la tradición de la Kabalá o el Talmud. Pero su último libro de poesía “ Apuntes del exilio” sugiere una forma de lectura cercana a la alquimia y los conocimientos confiados al oído y al juramento.
“Los cuentos Gnósticos de M.O Mortenay” es un libro raro dentro de la amplía producción del autor. Concebido desde un heterónimo, Montemayor construye un personaje que es “un políglota consumado” y su saber de lenguas le llevará a compartir fragmentos de su diario donde se asoman lo mismo “Los Manuscritos de Nag Hammadi”, las indagaciones de Fulcanelli sobre las catedrales o las hibridaciones entre oriente y occidente de Ouspensky o Gurdieff. La lectura es complicada, porque exige la visita constante al diccionario de religiones, mitos y gnosticismo. Pero cuando se logra entrar a su mundo es apasionante, con ecos de la gran prosa de Borges, con quien por cierto mantuvo estrecha amistad.
Entre sus páginas se transita de la luminosidad revelada al tono lúgubre. Por ejemplo:
“El monje estaba colgado del campanario con los pies hacia arriba, con la sotana caída sobre el pecho y la cabeza dejando al descubierto sus piernas y el calzón, gritando desesperadamente que un grupo de demonios lo había colgado”
Libro de tormentos y de exorcismos. Cabe mencionar que la forma en que se expulsan los demonios es por medio del lenguaje, de los rezos que se configuran al modo de los poemas para lograr que la sucesión de palabras genere un conjuro que cimbre y libere a la víctima del mal. En el libro se hace un repaso literario de la brujería hasta mitos tan interesantes como el de Isis y Osiris vinculado al cristianismo primitivo o el complejo caso de Lilith.
Si en algún texto podemos ver las ideas del lenguaje como materia prima para construir y destruir el mundo es en este texto. Por ejemplo, el poeta Parralense afirma: “Hablar es separar, olvidar. Las palabras son una piedra sobre la corriente del río. La serpiente del sueño, cuando carece de palabras muere”. Su poética refiere a que, ante la imposibilidad del lenguaje de decirnos la mismidad originaria del mundo, solo queda el poema que por medio de la analogía nos da versiones aproximativas y analógicas de la experiencia existencial que es incomunicable en su totalidad.
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